LINK : http://www.foro.blogdelnarco.com/showthread.php?7874-La-tensión-del-viaje
La tensión del viaje
El tren ha parado en La Cementera, una sucursal de la empresa de concreto Cruz Azul incrustrada en esta zona selvática. La máquina despega vagones y se cambia de carril para recoger otros que luego alineará en la columna de acero. Es momento de hacer guardia. Los hombres del vagón se levantan y fijan sus ojos en las veredas que circundan el tren.
Los asaltantes del camino se incorporan entre los polizones cuando la máquina hace paradas o los maquinistas, a veces de acuerdo con estos piratas, bajan la velocidad de las locomotoras para que puedan trepar. En este vagón, los hombres levantan sus varas y palos. Los dejan a la vista, para que se sepa que si hay asalto habrá respuesta. Un guatemalteco indígena sujeta la rama que lleva como si fuera un fusil, y apunta a la oscuridad. La silueta engaña.
El grupo divisa una algarabía lejana. En los vagones de atrás se ve movimiento, y una lámpara que se enciende y se apaga, cada vez más cerca de nuestro territorio.
La señal clara de que hay asalto en la noche, me dijo una vez un migrante, es cuando la luz de una linterna se mueve sobre los techos. En una ocasión, mientras hacía este mismo recorrido, ocurrió eso: a lo lejos, se veía una bola luminosa rompiendo la oscuridad, la circunferencia resplandesciente de la linterna flotando sobre el tren. Avanzaba y desaparecía entre los vagones. Seguramente cuando los asaltantes bajaban a los balcones a recoger el dinero. Luego, el circulito volvía a emerger y avanzar. Esa vez, logramos librarnos gracias al ingenio de un migrante que recomendó a los dos fotógrafos que venían en el vagón que encendieran todas sus luces, incluyendo un reflector portátil, de un solo golpe y apuntando hacia los asaltantes. Así fue. El circulo luminoso dejó de avanzar. Se quedó inmóvil unos minutos y luego, en una parte de baja velocidad, lo vimos saltar del tren y perderse entre los árboles.
Los asaltantes del tren, salvo cuando han ocurrido abordajes específicos para secuestrar mujeres, y se trata del crimen organizado, son delincuentes comunes, habitantes de rancherías cercanas a las vías. Amigos del pueblo, débilmente armados con un revólver .38 y machetes generalmente. Pero también son asaltantes despiadados, sabedores de que allá arriba, si los migrantes se oponen, se trata de matar o morir. De lanzar o ser lanzado a las vías.
La guardia se monta rápido. Un guatemalteco vigila la parte trasera del vagón mientras otro compatriota suyo se encarga de la delantera. Saúl, un joven de 19 años, guatemalteco también, se cubre con la capucha de su sudadera. “Para parecer más barrio”, argumenta. Al fondo, en la cola del tren, se divisa el movimiento de lámparas, pero aún es muy pronto para saber de qué se trata.
Saúl enciende un cigarrillo y repite en voz alta la consigna: “¡A la puta, si es un ladrón que se deje venir, aquí lo atendemos!”. Es su quinto intento por regresar al país del que fue deportado hace tres años, cuando aún era menor de edad. Allá, pertenecía a la pandilla 18, la segunda más grande de Latinoamérica. Hizo algunos asaltos menores a tiendas de 24 horas y se retiró de la pandilla justo dos meses antes de que lo capturaran mientras trabajaba en un lavado de autos.
Lleva cuatro intentos fallidos. Atrapado por la migra mexicana. Lleva miles de kilómetros montando a la bestia. Y una consigna: “Hay que tenerle respeto a este animal. Si has visto lo que yo he visto, hay que tenerle respeto”. Así, joven duro como es, hombre prematuro que huye de su país porque la otra pandilla, la Salvatrucha, tiene dominada la colonia donde vive, Saúl sabe dónde esta parado, y sabe que el techo del tren no es mejor que lo que ha vivido:
-“Siempre da miedo, siempre”.
La escena que nunca se le borrará de la mente es la de una hondureña, joven, de unos 18 años, con la que viajó en su primer reintento, en 2007. Ella cayó en medio de la algarabía que se formó cuando todos pensaron que había un operativo de migración más adelante. Cayó.
-“La vi cuando se iba para abajo, con los ojos bien abiertos”, recuerda.
Y después, solo alcanzó a escuchar un fino alarido que se extinguió de golpe. A lo lejos, vio rodar algo.
-“Como una pelota con pelos, supongo que su cabeza”.
Alejandro Solalinde fue el gran artífice de que esos operativos hayan disminuido en el sur mexicano. Protestó ante el Instituto Nacional de Migración. No era posible que los operativos se hicieran de noche, en lugares montañosos. Una escena que apabullaría a cualquiera: la noche, el sonido constante del tren que no puedo describir mejor que un rápido taca-ta-taca-ta-taca, y de repente, a los costados, una iluminación cegadora. Decenas de reflectores, y gritos: ¡Bajen, bajen, bajen! Y el tren deteniéndose y sombras lanzándose y algunas cayendo a las vías, donde las llantas de acero aún pueden rebanar. No es posible, argumentó Solalinde, tienen que encontrar otros métodos, porque muchos migrantes quedan mutilados en aquel alboroto. Ciegos corriendo, ciegos saltando, ciegos empujando.
Desde entonces, los operativos en el sur han cesado. Más adelante, luego de rodear la capital mexicana y atravesar un lugar llamado Lechería, ya no son dominios de Solalinde, y aquellos desbarajustes nocturnos siguen sucediendo.
La luz de las linternas se acerca más. Cuando avancen dos vagones más será posible saber de qué se trata. Saúl enciende un segundo cigarrillo. Mientras el tren está en marcha, aspirar el humo es difícil. El viento es el que consume el tabaco.
-“Hicimos un pacto de que no nos van a asaltar -continúa Saúl-. La .38 tiene seis balas, a un par se pueden llevar, pero después les va a caer toda la raza y les va a aplicar la ley del tren”.
La ley de la bestia que tan bien conoce Saúl y que solo deja tres opciones: resignarse, matar o morir.
-“Fue en 2008, a inicios, la vez que me agarraron en Reynosa, ya en la frontera. Esa vez, entre Arriaga e Ixtepec, al tren se subieron tres vatos. Cabal, dos con machetes y uno con la .38 de tamborcito. La onda es que esa vez no íbamos de acuerdo los del vagón, pero cuando el de la pistola le pasó por el lado a un hondureño que iba ahí... Cobrando el dinero andaba el de la pistola, y tonto, pues, él se tiene que quedar apuntando en la esquina del vagón, y mandar a uno con machete a recoger... La onda es que el hondureño le agarra la pierna y lo bota, y la gente rapidito se le aventó a los dos del machete”.
Y ahí viene, la ley del tren:
-“Primero los reventamos a verga. Después, el mismo hondureño le dijo a un su amigo: ey, ayudame. Y agarraron al de la pistola, uno de los brazos y otro de las piernas, y lo aventaron entre los dos vagones. Partidito en dos lo hizo el tren. Lo mismo le hicieron al otro. Cuando iban por el tercero, un salvadoreño les dijo que mejor lo dejaran, para que fuera a contar que la raza no se iba a dejar. Lo tiraron a un lado del tren, pero había como un barranco ahí. Yo creo que igual se murió también”.
¿Cuántos cadáveres se habrán fundido con la tierra que rodea las vías? Bien dijo una vez Alejandro Solalinde que estos terrenos son un cementerio anónimo.
Las luces de las linternas ya están cerca, y los vigías logran divisar de qué se trata:
-“¡Ey, guarden los palos, son los maquinistas que andan cobrando!”.
Tres de los maquinistas de la bestia llegan a nuestro vagón. La gente se cubre el rostro como puede y se sienta dándoles la espalda, viendo hacia los costados del gusano.
-“A ver, muchachos, no vaya a ser que haya operativo más adelante, en Matías Romero, y podemos parar o seguir de largo, pero a ver cómo se van a portar con nosotros”.
Quieren dinero. Van por los tejados como cobradores de autobús, pidiendo billetes y monedas por un viaje del que no pueden garantizar nada. Nadie en nuestro vagón les contesta ni les extiende ni un cinco. “¡Hijos de la chingada!”, refunfuña uno de ellos. “Allá adelante se los va a llevar la verga”.
Los de este vagón son viajeros experimentados. Saben que, si hay retén, no depende del maquinista parar o no. Tiene que detenerse. No puede pasar de largo y dejar a militares y policías federales con sus luces encendidas.
La locomotora vuelve a empalmar vagones. El viaje continúa. De nuevo el efecto dominó. El arrastre de cada una de las cajas de acero mientras todos se aferran a las parrillas.
El frío empieza a ser intenso. Se mete hasta los huesos por entre la tela de los suéteres, y hiere la piel como diminutos cristales lanzados con violencia. Algunos empiezan a caer dormidos. Se amarran con lo que pueden metiendo sus cinturones o lazos entre los huecos de las parrillas, y amarrándose con fuerza al lomo de la bestia.
Entonces, aquellos techos repletos de gente silueteada por la luz de la luna parecen un campo de refugiados. Entumecidos, envueltos en su mismo cuerpo, abrazándose a sí mismos.
La regla del camino vuelve a aplicarse. Si es malo, puede ser peor. Saúl se encaja unos guantes de tela mientras lanza su pregunta retórica: “¿Vos creés que esto es frío?” La respuesta no es necesaria. En ciertos momentos, una corriente helada recorre el interior del cuerpo y provoca temblores.
-“Esto no es nada. Yo he visto a gente a la que se le han congelado los dedos y se han caído del tren en la cordillera del hielo”.
Pronto, Saúl y los demás tendrán que experimentar esas temperaturas. Después de Medias Aguas viene Tierra Blanca. Después, Orizaba. Tras eso, viene la cordillera de hielo. Diez horas o hasta dos días transitando en el lomo de esta máquina hasta llegar a Lechería, bordeando cerros nevados u observando vegetación aniquilada por las gélidas corrientes que recorren aquella zona. Y, para terminar de hacer épico ese tramo, hay ahí 31 túneles en los que la bestia se introduce, en las faldas de los cerros. Túneles donde no es posible verse ni la mano frente al rostro. “Aquello sí es frío”, minimiza Saúl lo que ahora sentimos. Aquel frío, el de la cordillera, llega a ser de hasta cinco grados centígrados bajo cero.
Media hora más ha pasado, y la tenue iluminación de las calles vuelve a despertar a los que se habían dormido. Estamos en Matías Romero, a medio camino entre Ixtepec y Medias Aguas. De nuevo la alerta se activa. El tren no está en marcha, y puede haber asaltantes tratando de incorporarse.
Los viajeros que van en los balcones también se ponen alertas. El maquinista lanzó una advertencia de operativo y, aunque lo más seguro es que fuera una amenaza sin fundamento, hay que estar alerta. Un operativo de migración en este punto dejaría libres solo a los más ágiles. Estamos en los patios de la estación de este pueblo. Barda a un lado y barda al otro lado. Filas de vagones nos flanquean. La huída sería una carrera de obstáculos.
De repente, un grito violento llama la atención de todos los del vagón:
-“¡Ajá, hijueputa, ya nos vamos a volver a ver!”.
Es Mauricio, un ex militar guatemalteco de 42 años que va en su décimo intento por regresar a los dólares, a su vida como albañil en Houston que le quitaron hace tres años, cuando lo deportaron. Le grita al pandillero que fumó marihuana gran parte de la tarde en el albergue de Ixtepec, antes de que la máquina hiciera su llamado nocturno.
La razón de la rencilla es simple: el pandillero le robó a Mauricio un pantalón que dejó secando en el albergue. Las implicaciones pueden ser muy graves: Mauricio prometió venganza en el tren. La situación es preocupante: El pandillero viajaba en el último vagón del gusano. Se acercó hasta el nuestro para intentar convencer a un señor salvadoreño de que él, su esposa y su hija de 12 años se fueran atrás con él y sus amigos, que los protegerían si había operativo. ¿Por qué quiere el pandillero llevarse justo a esa familia? ¿Con cuántos amigos viaja?
Ante el grito de Mauricio, el resto del grupo responde como si hubiera escuchado tambores de guerra. Una lluvia de piedras empieza a cernirse sobre el pandillero, que corre despavorido, mientras otros de los viajeros se encargan de convencer al señor de que estaba cometiendo una estupidez aceptando la propuesta de irse al último vagón.
Luego, como minutos antes de empezar este viaje, los guerreros vuelven a parlamentar. Por un momento, la decisión que toman está a punto de generar una batalla: Mauricio, Saúl, un guatemalteco que lleva consigo una vara de hierro de dos metros y tres hondureños irán hasta el último vagón a darle al pandillero y sus amigos dos opciones: se bajan o los bajamos. La expedición se está armando. Piedras, palos y vítores: “¡Vamos a romperle el hocico!”. En eso, la bestia marca sus tiempos y recuerda a los viajeros que en este camino la voluntad de lo que pasa o deja de pasar es solo suya. Arranca. Efecto dominó: Tac, tac, tac... El viaje continúa.
La siguiente parada será Medias Aguas. El viaje ya lleva dos horas de retraso por las paradas en La Cementera y Matías Romero. Pronto amanecerá.
Los primeros rayos del sol se asoman por atrás de los montes y atenúan la oscuridad. El frío es cada vez más insoportable y las ráfagas de viento congelan. La cara se siente entumecida, rígida. Los dedos ya no quieren apretar. Se tensan. Y el metal frío por donde hay que escurrirlos no ayuda en nada. Solo nos rodean campos de bruma, donde apenas destaca la copa de algún árbol. Campos inundados por neblina. Un espesor grisáceo, impenetrable, que abarca hasta donde la vista se pierde.
Estamos cansados. Ocho horas soportando frío. Las ropas están húmedas. Esa neblina las ha penetrado. Ocho horas de posturas incómodas y alertas intermitentes. Amanece cuando entramos a las vías de Medias Aguas. La estación de estaciones, donde la ruta del Atlántico y esta del centro en la que venimos se juntan. Donde los migrantes empiezan a tener solo una opción, un tren. Una ruta, hasta que se vuelva a separar en Lechería, tres paradas más adelante.
El potente pitido de la bestia, profundo, prolongado, vuelve a alertar a los viajeros que, como hicieron hace ocho horas, se sacuden el cansancio, se encajan sus mochilas y bajan por las escalerillas de la máquina antes de que se detenga. La mayoría de secuestros masivos de migrantes ocurren en este momento, cuando los trenes cargados de víctimas entran a las ciudades dominadas por bandas del crimen organizado. Es mejor abandonar lo antes posible el tren.
La mañana es fría. No hay albergues y no los habrá en las tres siguientes estaciones. Todos buscan una parcela engramada donde descansar. La sombra de un árbol que los cubra del inclemente sol que saldrá en unas horas. Un poco de agua, algo de comida. La calle de tierra que en Medias Aguas corre paralela a las vías se llena de mendigos centroamericanos, que piden cualquier cosa para llevarse a la boca. Después, con algo o nada en el estómago, dormitarán con los ojos a medio cerrar hasta que la bestia los vuelva a llamar, y el viaje hacia Estados Unidos inicie otra vez.
No comments:
Post a Comment